El magisterio del Estado

Víctor Vimos

Una reflexión a propósito de la negociación entre el Gobierno del Ecuador y el Movimiento Indígena

La intervención de Juan Sebastián Roldán, casi al final de la transmisión en vivo en la que los líderes del movimiento indígena y los representantes del gobierno arribaron a algunos acuerdos, la noche del pasado domingo, fue bastante interesante para mirar algunas fracturas sociales en el Ecuador contemporáneo. Su discurso, por ejemplo, propuso desde el primer momento la existencia de un “nosotros” y un “ustedes” –materializado de forma extrema cuando Roldán habló de “sus familias y las nuestras”– para dejar en claro que su palabra se emitía desde el lugar que esa diferencia le otorga: el lugar del magisterio. Era él, Secretario de la Presidencia de la República del Ecuador, llamado a poner los puntos finales con un tono lleno de las inflexiones ceremoniales de quien encarna la doctrina de la paz, de la unión, de la concordia.

El grito de la normalidad

Pero detrás de ese ejercicio magisterial algo grita: un ruido mudo que busca, una vez más, reincorporar la normalidad. La “normalidad”, aquí, es el lado de la mesa que se siente llamado a “educar” al otro, a decirle que está bien ejercer el derecho a la protesta pero que tiene que saber que, en un estado de derecho con el Ecuador, eso tiene un precio legal por pagar. Esa tesis, replicada por Roldán, en su discurso hueco y fofo, es la misma que parece ubicarse sobre la altura del bien y del mal, y ser, en la medida de la conveniencia personal, la muletilla de los “defensores de la democracia”, de los “equidistantes”, de los “neutrales”. En ella, entre varios elementos, se refuerza la noción –evolucionista, ¡a esta altura!– de que hay unos que están llamados a educar y otros que están llamados a ser educados. La ley, que no coincide con la justicia, es el territorio de disputa: quienes educan, en este lado de la mesa, son gente como Roldán, como Richard Martínez, como Lenin Moreno, que no logran ampliar su territorio de diálogo a la múltiple y compleja realidad de un país que, en la década anterior a su administración, por poner un ejemplo, se vio transformado en una diversidad de formas: las organizativas, las delictivas, las políticas, etc. Para ellos, para los que educan, para los que ejercen el magisterio de lo nacional, esto se resuelve en el sentido Gamonal: con represión, con silencio, con desobediencia al reclamo del otro –¿hay noticia de la renuncia de Jarrín (Ministro de defensa) o Romo (ministra del interior, luego de que las cifras de muertos, heridos y desaparecidos se hicieran públicas?–. Lo llamativo aquí, es que esa noción del Gamonal se vuelve el estado del discurso en medio de la tensión social:

el otro, el que debe ser “educado” es, a la vez, el que debe ser reprendido, el que debe ser expulsado, el que debe ser empujado, golpeado, asesinado… porque, al final, el magisterio debe cumplirse, la educación debe imponerse, el orden debe regresar, como la ley, que no coincide con la justicia, lo manda.

Hasta que eso pase, hasta que la normalidad aparezca y fraccione y delimite, nuevamente, el otro, el que debe ser educado, es un significado flotante: puede ser ubicado en el lugar que el magisterio desee. Y el magisterio de la televisión lo ubica como delincuente, y el magisterio del gobierno lo ubica como manifestante, y el magisterio de la academia lo ubica como ignorante, y el magisterio del periodismo lo ubica como influenciable, y el magisterio del racismo lo ubica como alguien que afecta el paisaje, y el magisterio de la fuerza lo desaparece… por eso es tan posible que aparezca Romo y diga que la situación está en calma cuando en las calles la policía llena con gases los pulmones de hombres, mujeres y niños; por eso es tan normal que Jarrín diga que no hay tanques cuando el centro de Quito está cercado por esos vehículos armados, por eso es tan normal que Moreno diga que tiene la mano extendida cuando la cifra de muertos sube sin pausa, por eso es tan normal que en las redes, las personas señalaran quién era y quién no era el asesino, por eso es tan normal que Martínez –en una joya de la torpeza que debería grabarse en cobre y exhibirse, de forma itinerante, en todos los rincones del país– justifique el alza de la gasolina con el ejemplo de los carros de cuarenta mil dólares. Lo que hace Roldán, cuando habla, es la síntesis de esto y su continuidad, es lo que un hombre como él puede y está llamado a hacer: ratificar que en esta partida, unos intentan estar del lado del magisterio para sostener, retener, empujar a los otros del lado del que se debe “educar”. Y el magisterio no es reciente: a su turno lo ejerció Correa –quien dijo, por ejemplo, que sólo si se tenía PhD se podía hablar con él–; lo ejerció Gutiérrez, Palacio, lo ejerció Bucaram (¡!)… lo ejercen siempre porque la metáfora del poder en el Ecuador sigue siendo esa: la de educar al otro, civilizarlo, declararse un portador del magisterio, la de asumirse como elegido para cumplir, a como dé lugar, el deber.

La imagen del otro

Sería, además, interesante pensar qué pasa en un país como el Ecuador cuando esa normalidad no regresa. Es decir, cuándo pasan los días y la imagen del otro, del que es llamado a ser educado se vuelve una imagen fuera del molde, fuera de la “normalidad”.

¿Es que acaso el otro no tiene la capacidad para cuestionar al Estado, incluso en el uso de la fuerza? ¿Es que acaso, en un país como el Ecuador, el otro tiene condiciones justas para que su voz, no la de su representante de izquierda, no la de su representante de derecha, no la de la conferencia episcopal, no la de nadie, su voz, la suya, se oiga?

Las conquistas de los derechos colectivos en el Ecuador, han costado y cuestan, muertos, heridos, desaparecidos. Una realidad que no encaja en los pedidos de “moderación” que desde la mirada de quien ejerce el magisterio, se exige, se reclama, se espera. Sería verdaderamente interesante que regresemos la cara a la ceremonia que se realizó en el Ágora de la Casa de la Cultura en honor de Inocencio Tucumbi, uno de los primeros caídos del movimiento indígena, y observemos, con la confianza en el anteojo y no el ojo, como dice Vallejo, para ver cómo, ahí, hay un “estado” para decir el futuro. No un camino, no una garantía, no una oportunidad, un “estado”, una forma de estar, una forma de habitar y devenir en algo que no sea eso que Roldán pronuncia, que no sea eso por lo que el magisterio pugna por gritar. Del otro lado de la mesa, el movimiento indígena ha desafiado, en varios campos de sentido, el papel del magisterio gubernamental: no habla desde un sentido de infantilidad -la frase tan reiterada en estos días “nuestros indígenas”, “nuestros héroes”-. que desde los ojos del poder, los ha visto como una “masa muda” capaz de ser ubicada a conveniencia en el discurso utilitario (la idea de que el indígena, por naturaleza, debe ser de izquierda, por ejemplo), como un grupo de personas incapaces de trazar una agenda política propia que atienda sus necesidades y luchas legítimas.

Los indígenas, como en los levantamientos del 90 y 92, han remarcado su papel de actor político de peso en el Ecuador contemporáneo. Han dejado sentado un ejercicio de democracia disidente a la tarea magisterial de los unos sobre los otros: oyendo y consultando a las bases, asegurando consensos, desafiando amenazas. Han propuesto un nuevo panorama político para hablar.

Víctor Vimos

Antropólogo ecuatoriano. Ha ejercido la docencia en la Escuela de Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima-Perú), institución en la que también obtuvo su diploma de Magister en Antropología. Actualmente cursa estudios de posgrado en el Departamento de Romance and Arabic Language and Literatures, de Universty of Cincinnati, en Estados Unidos.

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