Una maleta para el fin del mundo

Elizabeth Casasola

Muchos años atrás vi tus fotografías, había sido como si la luz cortara y rápidamente apareciera una cicatrización sobre todo mi cuerpo. La primera vez que te vi a ti, fue aun peor; me descolocaste, tu voz ahora causaba una herida en mis oídos. Tocaste cada pliegue de esas heridas… Seguimos intentado pensar que todo es normal, que la violencia, las manifestaciones, los gritos son comunes. Ya no duele nada. Incluso disfruto de las heridas que me estás causando.

Esa mañana hacía bastante frío, mi madre me había heredado hace muchos años, un abrigo de chinchilla, que extraño es pensarme envuelta en el cuerpo de muchos animales. La gente caminaba entre viajes naves industriales, buscando qué hacer, a veces solo platicar, otros como yo, buscaban ocultarse. Cada semana había un par de proyecciones en una de esas naves que aún olían a sangre del antiguo matadero y mercado de ganado que ahí había estado. Ni todo el cloro había alejado esos olores, la oscuridad de las naves era perfecta. Ahí estaba yo sentada entre las pieles viendo la proyección de un increíble paisaje del mar, la brisa del verano, la gente lo miraba tan lejano, apenas recuerdo la última vez que estuve en el mar. Apenas recuerdo la sensación de la arena. Apesta a sangre pero intento disfrutar de esta ensoñación del mar. Estoy sola en la nave ¿en qué momento Chris Marker se hizo real? 

Me gustaba esconderme en las salas de proyecciones aquellos días, ahí se guardaba todo lo que había sido el mundo. Una enorme filmoteca que lo contenía todo, solo deseaba que en mi retina se grabara la historia del arte, la historia de las imágenes. Ahí había imágenes de otras realidades. Ahí estaba la historia que podía ser contada, la mía estaba en silencio. La mía se guardaba, igual que tú te escondes detrás de la pequeña línea de tu boca. Esto se trata de amor, siempre se trata de amor. Sobre la imposibilidad de verbalizarlo por temor. La historia.

Te encontraba algunos días a la semana, siempre había gente con nosotros, sentía que me estorbaban, otras parecían espectadores de nuestras conversaciones, no interrumpían nuestras palabras, yo disfrutaba verte con apenas un poco de luz, como todo siempre ocurre entre tinieblas. A veces apenas podía dibujar la línea de tu rostro o tus manos, pero tú voz ahí estaba. Cuando la voz de alguien se siente con delicadeza, fuerza, dulzura, potencia, como un suspiro… quería abrazar ese suspiro para llenarme el alma. Pronto acababa todo y nos dispersábamos entre la noche, cogía un camino subterráneo rumbo a la casa. Es que no hay historia que contar, no había sucedido nada en particular, solo repentinamente empezó una explosión de energía tan hermosa que me hace quererte. Te quería porque mi espíritu me impulsaba hacia ti, por esa dulzura. 

Una mañana, de esas pocas donde aparecía el sol, quedamos de vernos. Pocas de esas antiguas naves industriales eran blancas como aquella, había un tragaluz en el centro y el sol era distinto ese día. Me senté en el piso bajo el rayo de luz y vi tus pinturas, vi esos paisajes que recordaban mi hogar. Recordaba las noches caminando en casa. Recordaba tanto y mis heridas se hacían cada vez más grandes pero tú no lo sabías, permanecía callada. Estaba tan en mi, hasta que la forma en la que estabas de pie, seco, tímido, más abstraído que yo me llamo la atención. Toda la luz que había ahí se fue. Eras la luciérnaga más tenue, la más silenciosa, tal vez la más ingenua. 

Empezaron los rumores de que había grandes aislamientos de personas, la comunicación se había cortado, una enfermedad empezaba a vagar por lo que sobraba de mucho, apenas semanas atrás nos habíamos librado de un nuevo estallido de guerra. Estaba yo tan lejos de mi verdadero hogar, más allá del océano. El único lugar húmedo cerca ahora entre mis piernas cada vez que él hablaba sobre las estrellas. Me estaba ahogando entre tanta humedad, en ese océano que él abría con sus palabras. 

Por unos días, mi palabra favorita era discrepar, siempre me la decía antes de darme la oportunidad de comentar algo. Me encantaba agregar cosas y decirle que era un poco tímido a las formas del arte. Esos encuentros siempre cortaban de manera tajante el ritmo de mi vida. Incluso me hacían olvidar el frío, el ambiente seco, el mundo muriendo. 

Una noche me fui sintiendo el calor de su boca en mis mejillas. Un par de besos de despedida cambiaron de forma. Sentía como si aún respirara en mi rostro, pero yo había huido. Siempre tengo ese impulso de correr. Lo que duró un segundo se convierte en mi recuerdo favorito. Ponerme de puntitas para intentar alcanzar su rostro, una vez, otra vez. No podía, sentía solo deseo. Nunca había experimentado tanto deseo por alguien, solo ver sus manos en el aire, como se mueves, lo sutil que era, la fuerza que tiene, quería respirar a tu ritmo, pero era insensato pedirlo. Huía para no volcarme sobre él, porque sobraba en su vida. 

Fue irresponsable de mi parte acercarme así, por lo que yo sentí entonces, pero a los pocos días, era casi ilegal tocar a alguien. Los contagios, la enfermad extraña había llegado. Cuando había llegado a este lugar, por muchos meses no sabía cómo era un saludo ni mucho menos un abrazo. Tarde un tiempo en hacer amistades y aunque tenía pocas, eran realmente hermosas, estábamos cercanas a pesar de las prohibiciones. Teníamos esa necesidad de cariño aún cuando eso nos costara la vida. Se había declarado una pandemia. 

Supe de otra sala de proyección, otro viejo lugar lúgubre, pero con una arquitectura distinta. La sala era tan grande, pero me senté lo bastante cerca y a mitad de la fila. Yo seguía abrazada a mi abrigo, pasaban el autorretrato de diciembre jlg/jlg y el libro de las imágenes. La vida se montaba cada vez como la esas múltiples explosiones de las que va Godard. Tantos ecos, tanto balbuceo. Veo las manos de JLG pasar las páginas de los libros y pienso en tus manos, tus brazos. Vuelvo a deslizarme por la noche una vez más, empiezo a disfrutar este extraño errar, voy por mi amiga para ocultarnos en otra proyección. Reímos y conseguimos un poco de alcohol. Dormimos pronto. 

Las personas parecían vivir encapsuladas ahora entre trajes que fomentaban alejarse, nos distanciaban, enormes campos de concentración de enfermos, si, otra vez. Estoy más cerca de esta pantalla lisa, de esta ansia de comunicarme con nadie. El scroll es una nueva caricia en las redes, donde puedes tocar a todo el mundo con reacciones. Ahí en ese scroll, encontré el cuerpo desollado, sin órganos, un hueco, como una vasija se tornaba el sobrante del cuerpo de quien había sido una mujer y había matado su pareja. La noticia venía de mi hogar, de tan lejos, un feminicidio más. El dolor estuvo conmigo durante varios días. 

Al par de semanas muchas mujeres en el mundo salieron a protestar con gritos, pintas, quemas. Las hogueras ardían hace tiempo en el corazón y las restricciones de estar cerca de alguien más no fueron escuchadas. Salimos con vehemencia en lo que sobraba de mundo, con lo que nos sobraba de fuerza. Para la noche siguiente muchos gobiernos parecían iniciar un toque de queda, se empezaron a paralizar incluso los trabajos, mi escondite en las proyecciones y todo aquello se paró.

Ese fue el último día que nos encontramos, pero ya no podía mirarle, no podía dirigirle la palabra. No era capaz de escribir, estaba llena de furia, de algún modo todo se volvió insoportable repentinamente. Siempre soy demasiado sensible. Ni siquiera era por saber que estabas casado, ni tus hijos. Eso hace siempre lo supe. Yo había dejado de hablar y el ruido de los otros ocupaba mi espacio, pero ni él ni yo lo soportábamos, que extrañeza cuando le dijo a alguien, ¿tu otra vez? A quien pedía hablar, jamás me había hecho eso a mi, ese día me pidió mi voz un par de veces pero nunca se la di, solo salía cuando a mi también me aturdía el ruido pero era para mi, no para él. 

Había descubierto tu oscuridad y tu luz, sentía que había podido llegar a lo más obsceno de ti sin siquiera tocarte. Tenía que huir. Tenía que escapar. Había un reloj de agua contando el tiempo. Las fronteras se estaban casi completamente cerradas.  

Una amiga me acompaño a hacer la maleta, y a pocas cosas les pongo nombre, pero se llamó la maleta para el fin del mundo. Estaba llena de la teoría general de la basura. Una pequeña maleta azul que cuidaría hasta llegar a la siguiente pared que estaba del otro lado del mar. Me fui como Walter Benjamin. Una noche escribiéndote un recado para decirte adiós.

Elizabeth Casasola  es artista visual y fundadora de La Editora

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Maleta
1 de agosto de 2015

Nos leemos pronto